En las primeras horas de la mañana
y bajo el laberinto aún del sueño
miro por mi ventana a la calle
donde el paisaje es embrionario y tiene
la percepción temprana de la infancia.
Me deleito con un café con leche,
placer dulce que vivifica el cuerpo...
El agua llevada por el aire es de hilo,
es líquida, diamanta la piel blanca
en el vaso que sujetan mis manos.
Los sorbos vertidos en mi garganta
consolidan los días en el recinto,
dibujan en paredes los recuerdos.
Desvanecida la lluvia y los días,
llevados, empujados por el viento,
con el velo que atenaza mi voz.
Es músculo en los huesos del cráneo,
en mareas a la sombras de los ojos.
Voy descalza, mis hombros descubiertos,
prendida una túnica desvestida,
de seda y descolorida en las solapas.
A mis pies, una jarapa de lana
me protege de las losas de barro.
Navego en la corriente de los días,
en sus raíces y jardines pintados.
Las horas no decrece en el asfalto,
Sí en la esencia misma de la vida…
Sin cuestionamiento de lo vivido:
esta paz que dinamizan mis células.
Beben en la estructura del laberinto,
en la fuerza tenaz de la materia.
El pensamiento es sábana de espejos
sin valoración de lo acontecido;
no sueño en la proyección en los días...
no hay matriz de agua en la lluvia invernal.
Los caminos no abren siembra en la noche,
son lisos, no tienen raíces ni barro,
son subterráneos de agua sin embalses,
verdor celular sin expresión.
El aire es profundo y cimbrea las células
gesta la herencia del melocotonero.
En cada hilo del surco ladra un perro,
aparece la leve luz encendida
de una niña escondida en la alacena.
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